viernes, 18 de abril de 2025

Carta a Mario Vargas Llosa

 

Yo solo tenía 16 años cuando compré o me regalaron La ciudad y los perros (1963). No recuerdo de dónde me llegó la recomendación. Probablemente fue la profesora de Literatura del sexto curso del bachillerato, la señorita De las Heras. Rubia, sonriente y segura de que nos gustaba, de que no pasaba desapercibida en aquella revolución de testosterona. Pero eso es otra historia, que solo menciono para coincidir contigo, Mario, en esa atracción por las mujeres. Las reales y las imaginarias.

Ella nos habló del "realismo mágico" y nos invitó a que tuviésemos el privilegio de ser lectores de uno de los principales fenómenos de la lengua española en el siglo XX. Apareció tu nombre y junto a él: García Márquez, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier y varios más. Demasiados nombres para mi exiguo presupuesto y el de mi familia. Por suerte existía la Biblioteca Nacional, de la que era un asiduo visitante en aquella época.

Te escribo para agradecer ante todo lo que supuso para mí leer esa novela que empezaba:

- Cuatro - dijo el Jaguar

El efecto de páginas enteras sin puntos y aparte, en las que la secuencialidad no tenía respiro y me dejaba atrapado en una verbalidad excitante. Aquella conversación en una habitación oscura en la que las voces no tenían rostro y que tú decidiste, para subrayarlo, que no tuvieran nombre, me abrió la puerta de una creatividad escritora. En mi diario de entonces lo consideré como una metáfora de la masa y la desidentificación.

En realidad desidentificación, es una palabra que uso hoy. Entonces escribí masa. Cuando la masa borra a la individualidad y la convierte en una línea sin contornos, cuando se denuesta lo distinto y somos parte de un todo abrumador.

Mi mente se iluminó en esa oscuridad narrativa. Empecé a escribir todo seguido, como un tejido de voces y de ideas mezcladas en la niebla de un relato de múltiples interpretaciones. Más que a leer, empecé a amar a la literatura y a contar historias en mi interior. Desde entonces lo hago hasta hoy, más de 50 años después.

Hablo imaginariamente con las personas que están sentadas en otras mesas, con las palomas y los pájaros.


Recuerdo un viaje a Costa Rica en el que sentí que las aves me enviaban señales. Llegué a poner nerviosa a Angélica cuando le dije que un zopilote negro nos espiaba, que se fijara que siempre era el mismo el que estaba en la rama del árbol junto a nuestra tumbona en la playa. El mismo, en el cable entre el poste que unía la piscina y la terraza del comedor. Sus ojos metálicos ocultaban una cámara natural. Debíamos tener cuidado y, a la vez, ser cuidadosos con todo lo que tocásemos. Podían ser activistas de algún movimiento desconocido.

Escribí un cuento para el taller literario de Marco Antonio de la Parra, del que formaba parte entonces. El zopilote estaba aliado con una piranga hormiguera de mejillas negras. Al atardecer, en esa espesura que era la reunión aviaria de graznidos y cantos, se tramaba una conspiración para preservar la libertad de los alados, echando a los turistas incapaces de reconocer la humanidad de los no-humanos. Y en realidad, si me miraban tanto es porque sabían que algo en mi interior les comprendía y que podría llegar a ser un infiltrado.

Luego empecé a hablar con las hojas secas del desarraigo, del dolor de su caída, de la recuperación de su belleza. He logrado que hoy las hojas me amen porque las encuentro bellas. En eso se parecen a nosotros, amamos cuando las personas y las cosas nos gustan y también cuando nos damos cuenta de que les gustamos a ellas. Nos gusta gustar.

Y te seguí leyendo, a la vez que leía a otros autores de esta Latinoamérica que después elegí para vivir. La casa verde, Los jefes, Conversación en la catedral, Los cachorros, La guerra del fin del mundo, El pez en el agua, Los cuadernos de Don Rigoberto, La fiesta del chivo, Travesuras de la niña mala.

Ahí paré y me acerqué a los ensayos y, de nuevo, me detuve, porque me pasaron algunas cosas contigo, a pesar de mi claridad de que hay que separar al escritor del ser humano y sus ideas religiosas y políticas. De no ser así, no habría leído a Borges, uno de los escritores que venero, porque compartiendo su rechazo a los nacionalismos y al populismo peronista, no comparto ese individualismo libertario que podría haberle llegado a apoyar a Milei, si aún viviese. No espero, desde luego, contestarme en estas líneas, pero creo que hay una razón principal, a partir de tu decisión, de no ser solo escritor, sino de insertarte en el mundo de la política como protagonista. Es decir, cuando además de escritor te hiciste un político en ejercicio.

Me reconozco contradictorio, a mucha honra y para que veas hasta qué punto, seguí comprando tus libros y aquí, muy cerca, en uno de los anaqueles de mi biblioteca, hay varios que siguen manteniendo su envoltorio de celofán, sin ser abiertos. ¿Por qué comprarlos entonces? Tal vez por el presentimiento de que alguna vez tomaría la decisión de leerlos, separando tu indiscutible maestría como escritor de mis prejuicios sobre la trayectoria del actor político.

No me refiero a tu temprana ruptura con el castrismo. Yo viví un proceso similar después de mi admiración revolucionaria y de haber vivido la sensación de una sociedad unida por un proyecto de integración y solidaridad humanista en mi primera visita a La Habana en 1983 y en mi colaboración activa en la formación de directivos para las empresas mixtas que el gobierno de Felipe González propició cuando estaba convencido de que Fidel  se abriría a un proceso de democratización tras la caída del "telón de acero".

Después, en aquellos primeros 90, me encontré con la realidad de otra dictadura lejana al proyecto para el que surgió, una dictadura cupular defensora de sus privilegios.

Todo eso lo comprendo, me refiero a actitudes de los últimos años, como tu apoyo explícito al libertarismo y el ultraderechismo latinoamericano. Me refiero al Vargas Llosa elitista que se acomodó a una cierta farándula y se hizo portada de la revista "Hola". Una vida lejana al pensador que fue, al 
admirado escritor y al ser político con independencia de cuál fuera su tendencia.

Alguna vez al referirme a ti usé aquella excepcional frase que Santiago Zavala, tu personaje de Conversaciones en la catedral pronunció: ¿Cuándo se jodió el Perú? 

Una frase que empleo con frecuencia en estos momentos distópicos del mundo en el que vivimos  y viviste. Siempre citándote, desde luego.

¿Cuándo se perdió la magia? Tal vez yo, en su día, no me di cuenta de que la señorita De las Heras mezcló el realismo mágico con el boom latinoamericano. Dos movimientos que se cruzaron produciendo conjuntos de intersección y otros que no lo fueron. Tal vez por eso tú fuiste mágico y luego fuiste boom. 

Más que no darme cuenta, no tenía las distinciones para reconocerlo. Tampoco sé si hoy tengo las distinciones para juzgarte, por eso solo escribo lo que sentí y lo que siento, sin pretensión alguna de que reflejen una verdad.

Hace dos días compré Le dedico mi silencio, tu última novela. ¿Para qué lo habría llamado ese miembro de la élite intelectual del Perú, José Durand Flores? Así empieza la novela. ¿Para qué escribo yo estas líneas sin poder remediarlo?, ¿qué tengo que decirme a mí mismo dado que tú no puedes escucharme y que además no soy nadie para tí?

Lo que sé es que te dedico mi palabra para lo que reconozco en ti y en tu obra y sobre aquello que no compartí, seré yo quien te dedique mi silencio, porque a partir de ahora me quedaré solamente con el Mario Vargas Llosa que merece ser escrito en negrita porque escribió algunas de las novelas, ensayos y cuentos más bellos y gloriosos de nuestra lengua.